Manu López MarañónEs una opinión hoy extendida que el verdadero valor de una novela es el de su forma literaria, ante la cual la historia narrada pasa a segundo término. Sin embargo, hay que recordar que el estilo no es un ornamento ni menos un accesorio, cómo es la única manera en que un artista puede decir lo que tiene que decir. Y Últimos días en Berlín, una narración compleja en ambientaciones, testigo de importantísimos acontecimientos históricos que Paloma Sánchez-Garnica arma de manera funcional es, de acuerdo, formalmente hablando poco vistosa, sin experimentalismos de ninguna clase, pero viene contada como suele convenir a este tipo de obras «bigger than life»: autora omnisciente que utiliza un estilo sencillo y directo que no entorpece su desfile de asuntos y personajes. A excepción del segundo capítulo («Petrogrado, 1921», flashback que acontece durante la revolución rusa), el desarrollo de los demás sigue un transcurso cronológicamente lineal.
Para una novela tan ambiciosa en tramas y subtramas, protagonizada por un centón de personajes y desarrollada en décadas trascendentales para la civilización (1921-1946), hay que situarse bien en la Alemania de entreguerras. Sumido en un caos económico, no sólo a consecuencia de la destrucción física propia de la primera contienda mundial sino, fundamentalmente, por las obligaciones económicas a las que fue sometido por las potencias vencedoras como costo de reparaciones de guerra, este país desemboca en un estado de cosas al que caracteriza su falta de horizontes y la humillación nacional. La República de Weimar presidida por Paul von Hindenburg necesitaba la llegada de un salvador que, por desgracia, apareció.
El trasfondo social de Últimos días en Berlín, fruto de aquel desencanto –y de la carencia material y de ideales de la población– en medio de una radicalización política creciente generada por el enfrentamiento larvado entre socialistas, comunistas y anarquistas, con el ascenso imparable del nazismo atizando el fuego, resulta primordial y viene trazado con el rigor histórico en lo que, rápido se percibe, ha sido una titánica labor de documentación. En la capital de la República de Weimar, en esos momentos previos a la llegada del Partido Nazi alemán al Gobierno –1933, vía elecciones democráticas–, cuando todavía parecía que aquellos grotescos salvadores de la patria no eran más que una broma, el gran disparate no se desvaneció como una pesadilla.
La atmósfera que desprende esa importantísima parte de Últimos días en Berlín es la de unos personajes aferrándose a vivir en un presente en el que todo estaba diabólicamente dispuesto para estallar y hacerse añicos (como el Reichstag). Era aquella una Berlín fatalista y alimentada por tan inmensa desesperación que el único recurso era mantenerse en el alambre sobre ese mundo de almas a la deriva en el que los valores ya cayeron. Allí todo estaba en el mercado y la corrupción se imponía en cualquier ámbito mientras los principios eran un lujo anticuado… con semejante estado de cosas, la única forma de salir adelante era desarrollar unas ganas irracionales de sobrevivir.

Últimos días en Berlín es una novela ambiciosa de la que se extrae una visión totalizadora de la realidad y del momento histórico en que se desarrolla. Pero aun siendo esto muy significativo hay que decir que la sustancia fundamental dentro de la que viven y mueren sus actores tiene que ver –más que con la actualidad social y el acontecer político– con la espiritualidad humana y la soberanía individual, con el amor y la misteriosa geografía de los destinos particulares. La obra finalista del premio Planeta 2021 no es parca en describir las devastaciones en ciertos espíritus –casi siempre los de seres merecedores de mejores destinos–, cuya integridad y naturaleza se vuelven casi impotentes ante situaciones arrastrándolos a unas comprometidas existencias.
La estructura recuerda a la arquitectura de aquellas extensas novelas decimonónicas. Episodios melodramáticos y efectistas, las coincidencias extraordinarias, grandes parrafadas que, a ratos, convierten los diálogos en discursos, retrotraen a los grandes hitos del –por ejemplo– Víctor Hugo de Los miserables. Pero, pese a sus influencias, Últimos días en Berlín es una obra con personalidad propia, en las antípodas estilísticas de Berlin Alexanserplatz, (pieza clave de la rompedora literatura del siglo XX firmada por Alfred Döblin que, asimismo, radiografía la República de Weimar), pero no tan distante del clasicismo de Adiós a Berlín de Christopher Isherwood (origen del Cabaret de Bob Fosse), y próxima, sobre todo, al Doctor Zhivago de Boris Pasternak.

La última novela de esta escritora madrileña es un texto heroico que a su final, tras infinitas calamidades individuales e históricas, acaba dejando en los lectores un poso optimista. Su héroe principal, –Yuri Santacruz–, es hombre de instintos sanos que no carece de aptitud y vocación para la grandeza. Primero la revolución rusa, fuerza transformadora y destructiva que mella su carácter, y luego el auge del nazismo, tras tratar de aplastar y modelarlo con brutalidad, logran que Yuri responda siempre de manera no menos contundente con una moral, una psicología y hasta una cosmovisión propia.
Los personajes modelados por la autora de La sonata del silencio no lo son, en absoluto, de una pieza. Últimos días en Berlín pone de manifiesto la cara poliédrica de la vida y de los seres humanos. Los actores principales de su historia son tironeados y aventados aquí y allá por grandes sucesos —la agitación postrevolucionaria en el Petrogrado soviético, el ascenso nazi en Berlín, la Segunda Guerra Mundial, la entrada del Ejército Rojo en Berlín, la paz—, pero, insisto porque lo encuentro fundamental, el nervio del libro está trazado sobre individuos del montón, sobre seres anónimos que lejos de hacer historia con mayúsculas la sufren en lo más íntimo.
Como ocurre a Yuri Santacruz, a quien se depara el dudoso privilegio de asistir a grandes convulsiones, el resto de personajes aparece desorientado ante lo que ocurre. Solo tras pasar por el tamiz del tiempo y de la razón —y de la pluma de los historiadores— cobra orden y sentido la Historia. Cuando se vive al día, como les sucede a la bella e intrigante Claudia Kahler, a la abnegada médica Krista Metzger, e incluso a seres más beligerantes (así el incombustible comunista Axel Laufer o el periodista defensor a ultranza de la libertad de expresión, Fritz Siegel; a nazis como el celoso e impotente marido de Claudia, el SS Ulrich Von Schönberg —cuyo ascenso a la élite de Hitler está magistralmente estructurado—, o al hermano de Claudia, el Scharführer-SS Franz Kahler); en todos ellos —buenos y malos— sus peripecias cotidianas (a su conjunto Unamuno llama «intrahistoria») se escriben en minúscula.
El recurrente tema de Últimos días en Berlín que reaparece a lo largo de tumultuosas peripecias, la indefensión del individuo frente al «gran acontecimiento» o su impotencia cuando se ve atrapado en gigantescos remolinos, lo encontramos superado con ejemplarizante esplendor cuando Yuri adquiere esa suerte de coraje sobrehumano que lo pone a la altura de cada acontecer para orientarse, dentro de ellos, con sus pasiones e ideas (jamás rendidas a pesar del perenne tormento interior que lo acosa). Su nobleza está en preservar, contra cada adversidad, la serenidad y el apego a valores y convicciones (su sentido de la justicia, sobre todo; pero también el amor o la encarnizada búsqueda de la verdad) que amenazan ser arrasados, por la tormenta soviética revolucionaria primero y por el nazismo después, y que son sus mejores brújulas para orientarse en el devastado mapa europeo.
Yuri es hombre de acción en la acepción barojiana del término. Cada lector, detrás de su inalterable actividad, descubre en él una resguardada fortaleza (con sus propias faltas incluidas) que lucha por ser mantenida. Porque quizá lo verdaderamente humano esté en la dignificación ética de tantas debilidades y carencias, unos atributos tan connaturales al ser humano como su integridad. Yuri Santacruz no oculta al fanático que lleva dentro, a ese que ha sufrido una merma espiritual por perder a su madre de trágica manera a los 12 años. La revolución rusa (a quien primero culpabiliza de sus males), y luego el nazismo y la guerra, son estimulantes orgánicos, levadura moral para este hombre vehemente y sectario. Pocas horas bastan para transformaciones de semejante calado. En otros, las alteraciones producidas duran semanas, en ocasiones años; desde una dolorosa carencia que juega en su contra, en el caso de Yuri —y como deseaba Bertold Brecht para los hombres imprescindibles— duran una vida entera.

Últimos días en Berlín es, también, una novela de amor. Yuri Santacruz se enamora de la especial belleza de la aria Claudia Kahler (un amor que se aprovecha del matrimonio poco afortunado de ella con Ulrich). Un vínculo misterioso e irrompible se forja entre él y esa mujer, que lo ve así: «Yuri es alto, pelo castaño abundante, piel morena, ojos grises, claros, gatunos. Elegante y atlético, sonrisa cautivadora. Siempre con sus trajes oscuros, camisa blanca y sombrero de fieltro». El nazismo, la guerra y su final, los acercarán, apartarán, volverán a juntar. En uno de los episodios más hermosos de su romance, cuando Claudia y Yuri viven un fin de semana de apasionada intimidad (lejos del marido, en un discreto hotel de Mittenwald), él parece olvidar las zozobras de su vida, se siente feliz por vez primera.
Yuri amará a Claudia sin dejar de querer a Krista, su otra gran pasión.
La descripción de ese otro amor entre Yuri Santacruz y Krista Metzger es un logro mayor del libro porque resulta de una emoción menos efusiva que la sentida hacia Claudia: el lector lo va presintiendo, adivinando crecer por menciones palpitantes, aun antes de que los propios protagonistas comprendan que son ya prisioneros de ella. Luego, cuando esta relación sentimental se rompe por causas ajenas a ambos y reaparece Claudia, el relato cobra otro vigor.
En una obra tan caudalosa en arrebatos los enamoramientos vienen referidos con calor (no exento de pasión sexual) en el caso de Claudia Kahler, y con mayor austeridad, mediante pudorosos y significativos silencios, cuando la autora se ocupa de Krista Metzger. En épocas en que, desechada Claudia —parece que para siempre— Krista y Yuri se hallan separados, apenas se revela lo que es el padecimiento más amargo para él: su separación de la mujer que adora, esa cruel incertidumbre sobre la suerte de la médico ginecóloga (Krista ha sido trasladada para ejercer su especialidad al campo de concentración femenino de Ravensbrück). Este subtexto muestra gran alcance literario.
En la madre de Yuri —Verónika Olégovna Pilatova— quien tras no poder huir a Alemania en 1921 con el resto de su familia es violentamente seducida por un amigo de Miguel Santacruz, padre de Yuri —Petia Smelov, personaje corrupto y oportunista que llega a ser médico en el Kremlin—; en la madre, digo, con la que se abre y casi cierra la novela, encuentro un epítome del horror de ese apocalipsis que fulminó millones de vidas. Sin esa sufrida mujer este no alcanzaría del todo en la novela su categoría de siniestro símbolo. Un símbolo que, al mismo tiempo, Sánchez-Garnica se encarga de suavizar anteponiendo, dentro de la tragedia, una esperanza: la de lograr creer en una Europa resurgiendo de las cenizas de la hecatombe.
Hay novelas cuyos desenlaces se ven arrastrados por acontecimientos que acaban inundándolos. La entrada del Ejército Rojo en Berlin en mayo de 1945 (cuando escribo esto —77 años después— los rusos, por orden de Vladimir Putin, acaban de invadir Ucrania…), con todo lo que ello supuso en el orden mundial, lleva en su marejada, entre tantos otros, los destinos de tres personajes, a esas alturas muy queridos ya por los lectores de Últimos días en Berlín: los inolvidables Yuri, Claudia y Krista.
ENTREVISTA CON PALOMA SÁNCHEZ GARNICA:
La actualidad impone su ritmo y no puedo iniciar esta entrevista sin preguntarle por la situación ucraniana. Casi ocho décadas después de que el Ejército Rojo entrase en Berlín, Vladimir Putin ordena a sus tropas invadir Ucrania.
Por supuesto, sin asomo de buscar paralelismos entre un final de guerra mundial y la agresión a un país independiente que busca tomar decisiones dentro del ámbito de su soberanía nacional; muy lejos de ello,
¿Cómo entiende la licenciada en Geografía e Historia (además de en Derecho) que es Paloma Sánchez-Garnica el papel del ejército en países supuestamente democráticos durante esta segunda década del siglo XXI en el que el uso de la fuerza parecía abolido como medio para resolver situaciones de tensión en el orden internacional?
Considero necesario el ejército en un país democrático, precisamente para defender y proteger esa democracia y el Estado de derecho que conlleva. Otra cosa es el uso de la fuerza. Creo que se debe apostar siempre por la vía diplomática, el diálogo y el acuerdo mediante cesiones mutuas y gestión inteligente de los tiempos y los asuntos. Sin embargo, cuando el que está sentado al otro lado de la mesa es un sátrapa como Putin, es muy probable que la diplomacia resulte inútil, como así ha sido.
¿Justifica alguna otra causa, más allá de la defensa nacional o de su intervención ante catástrofes naturales o desastres causados por la mano del hombre, para recurrir a los recursos materiales de un ejército profesional?
No podría negarlo de forma categórica porque no sabemos lo que el futuro nos depara como sociedad, los peligros a los que nos enfrentamos en este nuevo siglo tan distinto al anterior. Estamos entrando en una nueva era en todos los sentidos y debemos adaptarnos y prepararnos para evitar cometer errores irremisibles.
Gran parte de Últimos días en Berlín transcurre durante los primeros años de la revolución soviética y del nazismo en el Berlín de entreguerras.
El lector de su novela extrae la conclusión de cómo ambos regímenes, que tan nefastos resultaron para Europa, ya nacieron con mal pie.
¿Hasta qué punto las humillaciones impuestas a Alemania por el Tratado de Versalles (1919), deshonra muy difícil de sobrellevar para la población, así como aquel «comunismo de guerra» establecido en 1918 por la URSS (al que se unió una feroz sequía que provocó una hambruna que mató a millones de personas); hasta qué punto circunstancias así pueden hacer menos incomprensibles los excesos cometidos contra las poblaciones alemana y rusa?
Los excesos se produjeron precisamente como consecuencia de esas humillaciones impuestas a Alemania tras la IGM con el Tratado de Versalles, que arrojaron a la población a una crisis social y laboral, a una polarización política que derivó en violencia en las calles y confrontación social. Esta situación debilitó la democracia de la República de Weimar creándose un enorme vacío político que vino a llenar el nazismo.
En el caso de Rusia, los excesos se producen por la necesidad de controlar a una población agotada tras una brutal guerra civil, la hambruna y la falta de lo más básico para sobrevivir en aras a la lucha por conseguir el paraíso futuro, el «radiante porvenir» del que hablaba Stalin en virtud del cual el presente era la instancia en la que se estaba construyendo el futuro (el socialismo), y en ese presente se exigen sacrificios, esfuerzo y carencias. Es la promesa del paraíso futuro que nunca llega salvo para la «nomenklatura», los miembros del Partido, «la vanguardia», es decir, los que ya gozan de esos privilegios y prebendas que niegan al resto de la población.
Ese secundario suyo (tan logrado) llamado Erich Villanueva, que trabaja en la Embajada española en Berlín, no solo proporciona empleo y casa a Yuri Santacruz, también le regala buenos consejos paternales. Erich ve así a Yuri: «Te vigilan desde hace meses. Estás ennoviado con una alemana de raza aria que ha tenido sus más y sus menos con el sistema, tienes ascendencia rusa, saliste en defensa de un comunista, se rumorea que lo escondiste y que lo ayudaste a escapar del país, has estado liado con la mujer de Ulrich von Schönberg…». Este resumen de parte de las actividades de Yuri en Berlín informa bien sobre su psicología y forma de ver la vida.
Dígame, ¿quedarán hoy hombres de semejante temple y vigor?
Claro, por qué no iban quedar. Quedan y muchos. Yo tengo cerca de mí algunos. La diferencia estriba en que, por suerte, no estamos en situaciones tan extremas como aquellas a las que se tuvo que enfrentar Yuri Santacruz, pero si se presentasen condiciones parecidas, estoy convencida de que saldría a relucir no solo el temple y el vigor, sino la honestidad, la integridad y la fortaleza de la que goza el personaje de la novela.
¿Le dio problemas parir a un personaje tan poliédrico como resulta ser Yuri Santacruz, superviviente nato capaz de salir vivo de situaciones tan límites como las por él vividas, y, al mismo tiempo, un resentido que tiene dividido su corazón entre dos mujeres tan extraordinarias como son Claudia Kahler y Krista Metzger?
Todo personaje tiene su dificultad, hay que conocerlo, entenderlo, enfocarlo y perfilarlo para que resulte creíble. Me inspiró mucho la relectura de El doctor Zhivago, y conocer la vida de su autor Boris Pasternak, entre otras muchas lecturas.
A Verónika Olégovna Pilatova, madre de Yuri, la persigue la adversidad desde el principio de Últimos días en Berlín, cuando no puede subir a ese tren que, con destino a la capital alemana, va a sacar a toda su familia del infierno vivido en Petrogrado. Aunque Verónika no aparezca en muchas páginas de la novela es un personaje trascendental, ya que, entre otras cosas, en ella está el origen de la inquina de su hijo Yuri. Las tribulaciones por las que pasa hacen de ella, para mí, un emblema de esa Europa sacudida por revoluciones y guerras mundiales.
¿Qué opina de esta interpretación de Verónika?
Que es muy exacta.
Para construir a un personaje así, ¿Cuánto de su propia experiencia como madre ha podido valerle?
Para construir cualquier personaje se hace necesario una mínima experiencia vital, tener memoria, recuerdos, vivencias, lecturas, muchas lecturas, y con todo eso uno entra a pergeñar la historia y perfila cada uno de los personajes. Es evidente que mi condición de madre influye en esta construcción tan concreta. No quiero ni imaginar el dolor que sintió esa mujer (aunque sea ficticia) al verse arrojada con sus hijos a ese mundo tan sórdido, brutal e inhumano, a la separación de sus hijos, al comprobar el monstruo en el que se ha convertido uno de ellos transformado por una ideología perversa.
Las brutales torturas que Verónika padece en la Lubianka a cargo de un esbirro del mismísimo Laurent Beria, máximo responsable de la NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, luego KGB), rozan el riesgo de la inverosimilitud, un riesgo del que usted consigue salir usted airosa…
¿Fue describir esas escalofriantes sevicias lo más complicado a la hora de abordar el argumento de su novela
Por desgracia para el ser humano, todo lo que se cuenta en esa y otras escenas (extraídas de testimonios recogidos en obras o diarios personales, o historias reales noveladas) fue vivido de una manera u otra por muchas personas, mujeres y hombres corrientes, que vivían y respiraban como nosotros, con familias, sentimientos y miedos igual que los tenemos nosotros, gente corriente que tuvo la mala suerte de vivir en un tiempo terrible y devastador que condicionó su vida. Resulta evidente que sabiendo esto me resultase complicado describir estas escenas porque sabía que, eso que contaba, lo habían vivido gente como yo, como mis seres queridos, mis amigos…
Encuentro una influencia de Doctor Zhivago sobre Últimos días en Berlín. Si bien los caracteres de ambos Yuri (Zhivago y Santacruz) son radicalmente diferentes (el cirujano y poeta algo abúlico y soñador con un sentido pesimista de la existencia frente al hombre de acción irreflexivo y en permanente lucha por la vida), sus historias de amor (Yuri Zhivago con Lara y Tonia; Yuri Santacruz con Claudia y Krista) ofrecen puntos de contacto.
A la hora de narrar los amores de Yuri Santacruz, ¿hasta qué punto pudo tener en cuenta los de Zhivago hacia Lara y Tonia?
Hubo inspiración en el personaje de Yuri; el trío amoroso surgió de forma más inconsciente, pero estoy convencida de que conocer la vida amorosa de Zhivago, incluso la vida del propio Pasternak (también con una vida amorosa muy ajetreada) tuvieron mucho que ver en la historia de la novela.
Por último, me gustaría saber de qué historiadores bebió para conseguir la impresionante —y ajustada— ambientación de Últimos días en Berlín, tanto en sus capítulos rusos como en los alemanes, tanto en la paz como durante la guerra. También que diera a los lectores de SALAMANDRANEGRA.COM algunos autores preferidos para sus ratos de lectura.
Para documentarme leí mucho, ensayos, novelas, diarios. La lista es larga. Desde Archipiélago Gulag o Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsyn, pasando por las obras de Vasili Grossman, de Svetlana Aleksiévich, Bulgákov, Anna Ajmátava, Hanna Arendt, Ayn Rand, Montefiori, Natacha Wodin con su magnífica novela tan de actualidad Mi madre era de Mariúpol, Los hermanos Singer; o Las rosas de Stalin de Monika Zgustova; El vértigo, de Evgenia Ginzburg; Una saga moscovita de Aksiónov; los diarios de Víctor Kempeler, El hombre en busca de sentido de Víktor Frankl; El nazi perfecto o diario de un joven nazi; Regreso de la URSS seguido de Retoques a mi regreso de la URSS de André Guidé; Anónima, una mujer en Berlín; Los hermanos Oppermann de Lión Feuchtwanger. La obra de Ian Kershaw, de Anne Applebaum, Saul Friedländer o Karl Schlögel.
Mis lecturas actuales son Guerra y Paz de Tolstoy y estoy releyendo Rebelión en la granja de George Orwell.
Mis autores preferidos son muchos, desde Stefan Zweig, pasando por Javier Marías, Benito Pérez Galdós, Unamuno, Carmen Martin Gaite… Son tantos…