Teresa Suárez.Sinopsis:
«Santi, que trabaja en casa para Amazon, vive en un barrio de Huelva. Tiene cuarenta y siete años y dos
hermanos, uno normal y el otro chino. El chino es hijo de la china del chino de enfrente de la casa de sus padres. Un día Santi, solo, se tira llorando en el suelo toda la mañana y lo tienen que ingresar en el Vázquez Díaz. Allí conoce a Carmen y se establece entre ellos una relación de amistad ante la tristeza».
Que un libro te deje sin palabras en la segunda página no es lo normal, pero a veces sucede: «Las ganas de morirte no tienen nada que ver con tu sueldo ni con tu vida ni con tu salud. Tampoco la mucha o la poca edad. No tienen que ver con tu familia ni con tus amigos ni tu trabajo. No se puede contar ni encontrar en ningún portal de consejos médicos. Es que te quieres morir. Te despiertas y lo ves claro. No hace falta que te levantes a mear ni a preparar café. Te puedes quedar en la cama. Nunca antes has tenido una escena tan trasparente delante de ti».
Que un escritor, con apenas ocho líneas, sea capaz de contar, bueno, más bien de representar, un estado mental anómalo, o no, pero que incapacita para lo que se conoce como la vida cotidiana, es sorprende, algo muy difícil de alcanzar, salvo que te llames Mario Marín y seas un artista en toda la extensión de esa palabra.
En Morir es un color, Mario Marín alterna la estancia de Santi y Carmen en la Unidad de Salud Mental Comunitaria del Hospital Vázquez Diaz, con la experiencia vital de cada uno de ellos. Sin aparentes grandes dramas la de él, y jalonada de episodios amargos la de ella («Durante años compró el miedo como moneda de curso y el asco como normalidad sobrevenida»), al igual que el Amazonas, que una vez fluyó de este a oeste, la vida de ambos chorrea, en sentido contrario, por el cauce de la enfermedad mental, esa que silenciosa, discreta, sin esfuerzo aparente, penetra por cada resquicio que encuentra y lo cubre todo.
Con un estilo narrativo que reniega de cualquier retórica, Marín va más allá de la morfología, sintaxis y semántica. Trabaja el vocablo, la expresión, la frase, y, sea cual sea su forma, sonido o significado, lo diluye y mezcla para fijar una imagen gráfica que permanezca en la mente del lector de manera indeleble. Definido por su editorial como un «artista plástico, transgresor, inquieto y curioso», traslada a la literatura la técnica pictórica.
Mario Marín no escribe sobre objetos («un lapicero celeste con forma de boca y pelusa violeta haciéndole de barba»), familia («La primera vez que mi abuelo subió a un duodécimo piso tenía ochenta y dos años (…) Era verano y llevaba unas bermudas verde bronce, un polo que yo le había regalado de Mango para su cumpleaños y unos zapatos calados»), aromas («el olor del verde entraba en el hospital»), paisajes («Por el otro y por detrás son campos de girasol. De abril a junio con verdes cambiantes, pero de agosto a marzo solo son secarrales con marrones según la luz»), ni estados de ánimo («Me desperté una mañana con ganas de morirme. Estaba teniendo una inundación cromática de azul negro humo»). Mario Marín los pinta.
Amarillo vela, rosa palo, azul ártico, azul cian, rosa Bitter Kass, marrón de Coca-Cola, naranja de Fanta…Una paleta tan variada y expresiva que, por si sola, casi cuenta una historia.
Emile Nolde, uno de los primeros expresionistas alemanes ligados al grupo El Puente, decía que sus colores eran «la manifestación de un sentimiento trágico del paisaje». Mario Marín emplea los suyos para colorear e insuflar intensidad a las tres heridas de Miguel Hernández: la del amor, la de la muerte, la de la vida.
Y la de la enfermedad, añado yo, por su protagonismo en la novela.
La enfermedad mental con su ausencia de síntomas («no tosía, no vomitaba, no sufría ningún síntoma, no me lastimaba nada, no tenía fiebre, no me dolía ninguna parte. Me estaba muriendo»), desamparo y miedo («es un miedo a oscuras. Se te ha ido la luz. Ha desaparecido la capacidad para la ilusión. No te interesa nada. Se está por estar (…) No te atrae nada ni te angustia nada. No hay propósito que te cautive»), explicada con una exquisita sensibilidad y una claridad pasmosa.
Y la enfermedad física al desnudo, alejada de lo políticamente correcto («El cáncer es educación, y cuestaciones en la calle, y lo del pelo, y cruzo los dedos, y doscientos eufemismos, y me persigno. El cáncer es una comunidad de términos feos que te hielan cuando los oyes. Te dan igual congestión, pus, sangrado, hinchazón, tos y pitido, pero entras en pérdida de control con carcinoma, metástasis, maligno, tumor y biopsia»).
En el tratamiento de la enfermedad («todo el día y toda la noche doliendo, como una aguja culebreándole por dentro») y la muerte («ya no tenía el ronquido ni la respiración rara. También la cara y los puños se le habían relajado. Me acordé que mi abuelo a eso le decía la mejoría de la muerte y se me metió el nudo en la garganta»), narradas con una crudeza que estremece, sin grietas por las que puedan colarse falsos sentimentalismos o ataques tardíos de fe redentora, que ayuden a sobrellevar el final, Morir es un color me ha recordado a La montaña mágica de Thomas Mann, aunque sin el fatalismo de ésta.
A la originalidad de la novela contribuye el uso de un vocabulario rico (tagarnina, túrdigas, veneros, farota, tenguerengue, alifafe, esculcar, ardentías, hopo, tolva, anafe, alpendre, girocha, recarmón, morisqueta, zonzo), que me obligaba a detenerme una y otra vez para consultar el diccionario, adjetivos poco usuales («Lo que me habían puesto me tenía tonto y viscoelástico») y términos propios de las artes visuales («No me notaba el cuerpo ni la cara ni la ropa. Como si solo fuera contorno»).
En su discurso estético, al señor Marín no le faltan recursos para transfundir al lector el sentir de los personajes de la misma manera violenta y feroz que los inunda a ellos, sea la cólera más insoportable («La ira que se aguanta es un estertor que se ha quedado en la tráquea y que se lleva luego un tiempo subiendo y bajando en un remolino fangoso de indignación desquiciante»), la tristeza más profunda («Me senté en un butacón verde y me puse a llorar como una tormenta (…) La pesadumbre es como un vano en el aire. No se le puede administrar ninguna pomada ni aplicar ningún masaje. La congoja se te instala sin anunciarte su tamaño ni su caducidad») o el dolor más intenso («Apenas comía nada y el vómito solo era saliva espumada y bilis. Una extenuación de retablo barroco»).
Con Morir es un color, más que literatura, Mario Marín comisaria una exposición artística en la cual, la utilización del sonido, el olor, la luz, el color y la forma, dotan a su novela de una sobrecarga sensorial (placer y dolor) que amenaza con marear al lector sensible que se deje atrapar por tanta belleza.
Porque a pesar de su dureza, o quizás precisamente por ella, Morir es un color (Ediciones del Viento) lo es. Una novela bella, me refiero.
De una belleza onírica, perturbadora, apabullante.
Por ello, siento una necesidad imperiosa de continuar disfrutando de Mario Marín, de dejarme aturdir por la febril riqueza cromática («porque te vas a morir, fijo, pero morirse en gris o en neutro es morirse peor») y el ímpetu de su prosa («luego, hasta que se quedó dormida, lo escabroso salió del almacén y se fue soldando a la colera que sentía»).
Mañana es el día siguiente, su anterior novela, ya me espera, me llama a gritos, desde mi rincón de lectura.
Si prestan atención a mis palabras, también escucharán esa llamada.
Con esta fotografía, yo pongo el lecho de agua y flores…
La Carmen de Mario Marín completa el cuadro de Everett Millais