Teresa Suárez.
Lo confieso. Salvo los de Poe y Lovecraft, que avivaron mi gusto por el terror, Chéjov, por su puesto, y Katherine Mansfield (comparada en su momento con el anterior), soy de las que prefiere que no le vengan con cuentos.Toda narración breve que se precie, exige a sus propias partes (planteamiento, nudo, y desenlace) claridad y concisión, algo difícil de lograr. Me recuerda a los exámenes de Filosofía (esa rara avis que, gracias a los próceres de nuestra educación y cultura, actualmente se encuentra en peligro de extinción) en los que, para evitar que el alumno se salga por las ramas, y encauzar la concreción de ideas que se pide, se suele incluir una advertencia del tipo “Teniendo en cuenta que hay poco tiempo y poco espacio, se os valorará por lo que ponéis no por lo que dejáis sin poner”.
Para que el recuerdo de lo narrado permanezca en la memoria lectora, con menos medios hay que impresionar el doble. No es fácil, lo sé.
Edgard Allan Poe, uno de los grandes autores del siglo XIX, cuya revolucionaria manera de escribir lo convirtió prácticamente en Adán, el primer hombre según la biblia del cuento, especialmente en el género de terror (El gato negro, por mi aversión a estos felinos, siempre me ha resultado inquietante), en su ensayo La filosofía de la composición (1864), deja entrever algunos consejos que poetas y cuentistas de épocas pasadas, presentes o futuras, tuvieron, tienen o deberían tener, a la hora de enfrentarse a la hoja en blanco:
Objeto: «Perfección suprema en todos los puntos».
Extensión: «La brevedad debe estar en razón directa de la intensidad del efecto que se intenta conseguir; esto sin olvidar que cierto grado de duración es también requisito absoluto para la producción de un efecto cualquiera».
Efecto deseado: «El placer, que es a un tiempo mismo el más intenso, el más noble y el más puro, creo yo, que se encuentra en la contemplación de lo bello (…) Yo señalo la Belleza como reino del poema (…) El objeto Verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto Pasión, o excitante del corazón, se pueden alcanzar hasta cierto punto en poesía, pero se alcanzan mucho mejor en prosa».
Tono: «La Belleza de cualquier clase, en su manifestación suprema, excita invariablemente el alma sensible a las lágrimas. La melancolía es, por lo tanto, el más legítimo de todos los tonos poéticos».
Tema: «De todos los temas melancólicos, de acuerdo con el concepto universal de la humanidad, ¿cuál es el más melancólico? La muerte, fue la respuesta obvia».
Escenario: «Siempre me ha parecido que una íntima circunscripción de espacio es absolutamente necesaria para el efecto de los incidentes aislados, tiene la misma fuerza que un marco para un cuadro. Tiene indiscutible fuerza moral para conservar concentrada la atención».
Pero si hay algo en lo que Poe insistía especialmente, era en la necesidad de conocer el final con antelación antes de comenzar a escribir: «No hay nada más evidente que el que todo plan digno de este nombre ha de construirse hasta el desenlace antes de coger la pluma».
Determinar si los cuentos que aglutina La escopeta de Hemingway, editada por Calambur Narrativa, siguen o no los consejos de Poe, es tarea de cada lector, así que antes tendrán que leerlos.
La escopeta de Hemingway la integran cuatro relatos obra de, en palabras del propio Bennasar, «un póquer de ases de escritores de la nueva narrativa contemporánea».
En La mujer del vestido azul turquesa, Juanjo Braulio «nos sitúa a Hemingway en una Valencia de finales de los años cincuenta y a un Hemingway ya mayor como protagonista». Toros, buenas viandas y alcohol. Sexagenario ya, sí, pero aún conquistador («Me gustaría más -le cortó mientras parapetaba una sonrisa picara tras el whisky- que me llamara Ernest, o Papa, como hacen todos mis amigos. Y también mis amantes»). El que tuvo retuvo. Una clase magistral sobre la Fiesta.
En Final abierto, Paco Gómez Escribano, «cómo no podía ser de otra manera, lleva hacia su género el relato (…) con Hemingway de trasfondo». El autor declina meterse en la piel de Ernest, y en su cuento de drogatas, boxeadores, fulanas y demás fauna chunga (de esa que se comunica a base de putos, cojones, “joderes”, e hijos de perra), únicamente le concede al Premio Nobel, y eso casi a regañadientes, un lugar casual en uno de los escenarios habituales, un bar en este caso, en los que transcurren sus historias de barrio («El tipo mira por encima de mi cabeza. Debe de estar mirando la fotografía enmarcada de Hemingway que hay en la pared (…) ¿Es que no hay más escritores?»). Adiós [en este caso Hola] a las armas.
En El árbol descuadrado, Jordi Ledesma «nos traslada hasta Montroig del Camp como escenario y, nuevamente, vemos a un Hemingway final, aquejado ya de múltiples dolores físicos y mentales». Como era de esperar, el relato más poético («Vio el despunte del roquedo de La Mola, y el halo sanguíneo que teñía el alba- le hizo tener presente el pasado tras esa cordillera»), el más cargado de simbolismo («Solo el árbol, tan familiar como los labriegos, como la montaña y el perro toro»), el más conmovedor («El miró a los más viejos y -sin reconocer a nadie – vio a los mismos hombres que murieron en el Ebro»), corre a cargo de Jordi Ledesma, para Sebastià Benassar (lo dice en su prólogo), y para mí, uno de los mejores escritores de su generación. El viejo y el mar.
En Sun Valley, Pablo Miravet «se acoge por completo a la figura del Hemingway más crepuscular. Su relato transcurre en los Estados Unidos y Valencia». El centro del relato son los síntomas de la enfermedad (abundan términos psiquiátricos como depresión crónica, ideación paranoide, trastorno maniacodepresivo o brote psicótico), cada vez más difíciles de ocultar, los diferentes ingresos hospitalarios, el recuerdo, borroso, de poetas, pensadores y toreros, las terapias a las que fue sometido, el fracaso de las mismas y el desenlace final. La autopsia del mito. ¿Por quién doblan las campanas?
Después de leerlo, siento que La escopeta de Hemingway es un libro que se queda corto, incompleto. Vamos que cojea.
Echo en falta, mucho de hecho, la presencia de alguna que otra escritora que se calzara los zapatos de las numerosas esposas, amantes y secretarias de Hemingway; mujeres que lo amaron, sufrieron y cuidaron de él, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separó. Algo que sí hace, por ejemplo, Arturo Pérez Reverte en su Línea de fuego (2020): «Sin embargo, aunque entre los ávidos compañeros de la prensa una mujer periodista suele ser codiciado trofeo de caza – al fanfarrón de Hemingway tuvo que quitárselo de encima en dos ocasiones-, nunca ha querido complicarse la vida con ellos».
Puesto que el libro conmemora que hace ahora sesenta años que Ernest Hemingway se pegó un tiro en la cabeza, hubiera estado bien incluir un cuento que pusiera voz a la tristemente famosa escopeta de caza, una Boss del calibre doce, que acabó con la vida del Premio Nobel. Un relato (se me ocurren unos cuantos escritores que lo hubieran bordado) que empezara a lo Pascual Duarte de Cela: «Yo, señor, no soy mala, aunque no me faltarían motivos para serlo. Lo malo es el uso que hacen de mí los humanos».
Pero qué sabré yo, si solo soy una lectora.
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