Manu López Marañón.
Rosa Ribas nació en 1963 en El Prat de Llobregat (Barcelona). Tras estudiar Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona y doctorarse, se trasladó a Alemania. Allí ha desarrollado una intensa labor como docente y autora. Su comisaria Waber-Tejedor ha protagonizado una saga de éxito pronto traducida al alemán. En colaboración con Sabine Hofmann, Rosa Ribas pone a andar a la reportera Ana Martí, que soluciona casos en la España de los años cincuenta: una negrísima trilogía que arranca en 2007 con «Don de lenguas» y cierra «Azul marino». Siguiendo en la órbita del género negro esta autora ha creado a los Hernández, una familia de detectives de Sant Andreu dedicada a investigaciones de todo tipo. El primer título de la nueva trilogía fue «Un asunto demasiado familiar» (Tusquets, 2019) a la que sigue esta «Los buenos hijos» que hoy presentamos en SalamandraNegra.com
Voy a ser polémico. Novelistas como James Cain, Dashiell Hammett y Raymond Chandler, cumbres de la novela policiaca norteamericana, a mí no me parecen grandes escritores. A ver: ¿cómo serlo, si ellos representan la forma extrema de un repudio consciente –o inconsciente– de la literatura? De entrada está su intensa necesidad de tirar el lenguaje por la borda; en sus novelas abunda el insulto, la obscenidad verbal, el uso abusivo del slang: manifestaciones de maltrato a la palabra en cuanto esta tiene de alusión al pensamiento y el sentimiento. Asistimos a un proceso de deliberada degradación del lenguaje, y, si bien es cierto que no pueden suprimirlo, este queda reducido al máximo. Es lo primero que siento con tales autores de culto.
Lo paradójico es que este lenguaje tan rebajado se venga de los Hammett y compañía porque hay momentos donde lo narrado está tan logrado como pura acción que se deshumaniza en un exceso de verismo similar al de las peleas cinematográficas (que son el colmo de lo ilusorio). Con estos escritores la novela llega a un punto extremo. Buscando eliminar intermediarios verbales sirve hechos puros; pero es que no hay hechos puros. Entre lo que sucede y los lectores debe existir un mínimo de lenguaje y aquí apenas hallo el necesario para que «lo novelístico» pueda desarrollarse y no resulte incomprensible (que es lo que la mayoría de las veces ocurre). ¿Por qué el escritor negro norteamericano se niega a describir? Porque eso, evidentemente, daría ventaja al lenguaje y ellos buscan justo lo contrario: usarlo en dosis ínfimas. No sé a vosotros pero a mí esta manera de tratar una historia me resulta irreal, difícil de seguir. Creo no estar a la altura.
No conforme con lo apuntado, estos autores rehúsan a emplear las conquistas de la novela psicológica. Escogen una trama novelesca digamos «de piel para afuera». Los personajes de un Hammett no piensan verbalmente: actúan. En sus libros en vano busco la menor reflexión, el más primario pensamiento, la más leve anotación de un gesto interior, de un móvil. Encuentro asombroso que muchas novelas suyas (también las de Chandler) estén escritas en primera persona, la persona confidencial por excelencia.
Esta novelística pretende coexistir con su lector en un grado que antes, ciertamente, jamás se había intentado. Por fría e impenetrable me aleja del misterio que debe encerrar cualquier forma de literatura entendida como arte. Si las obras de estos norteamericanos resultaron originales fue porque en ellas los detectives se enfrentaban a sus criminales con iguales armas: la mentira, la traición y la violencia. Que la novela policiaca bajara de las alturas estéticas a la que la había llevado Conan Doyle para situarse, desde entonces, en un plano de turbia y directa humanidad fue una benéfica consecuencia para el género. Leídas hoy, esas endebles narraciones tienen en ese descenso al duro y sucio suelo su más perdurable logro.
La primera parte de la saga familiar de los Hernández.
Por resultar casi lo contrario a esas insuficiencias que detecto en los creadores de novela policíaca norteamericana (y en muchísimo mayor grado sobre su infinita legión de miméticos seguidores por cualquier parte del ancho mundo), hace un par de años disfrutamos enormemente con «Un asunto demasiado familiar» inicio de la nueva trilogía de Rosa Ribas que continúa, sin desfallecer en contundencia narrativa, con las historias de «Los buenos hijos». Acontecen estas durante el invierno de 2017, año del masivo atropello en las Ramblas.
La autora vuelve a emplearse a fondo para trabajar la psicología de los Hernández. Al principio sobre los más perfilados durante aquella primera parte: el pater familias Mateo, arrojado fundador de la agencia Hernández detectives, y Lola, la madre alcohólica aquejada por demencias periódicas, dueña de un afilado instinto para detectar la maldad. Sobre Mateo Hernández se dice:
«Las novelas y las películas dicen que los detectives no deben casarse y, aún menos, tener hijos porque se ablandan. No era cierto, su familia, su afán por cuidar de ella habían canalizado el salvajismo de su juventud, lo había hecho sólido, quizás duro. Los que ablandaban el cuerpo y el espíritu eran los años y los achaques».
Pero Rosa Ribas enseguida va a profundizar en los tres hijos del matrimonio: Marc, malcasado, acomplejado, bebedor en exceso, buscando reivindicarse desde las brillantes –y arriesgadas– soluciones de sus casos; Nora, la hija mayor, viuda reciente (se culpa de la muerte de su marido) y enciclopedia viviente de la familia Hernández, quien, tras retornar al hogar hace un mes después de mucho tiempo sin dar señales de vida, oculta a padres y hermano dónde ha estado. El secreto solo lo comparte con Amalia, la otra hija de la familia que se ha ido ya a vivir con Daniel Ayala (fiel colaborador en esos trabajos «bajo mano» que le permiten al padre pagar los sueldos a sus hijos). Amalia se siente al margen de las otras mujeres de la familia (su madre, la tía Claudia, Nora…). Ella no es tan «rara» como las Obiols. Su análisis, más cerebral, permite observaciones de esta enjundia a la omnisciente narradora:
«En su casa nada iba a cambiar; era ella la que tenía que hacerlo. Sus padres eran un planeta autónomo, que se podía visitar pero no colonizar. No es deber de los hijos cambiar a los padres, es un esfuerzo inútil que atenta contra la naturaleza».
De estos retratos no quedan fuera secundarios de peso como la tía Claudia, gata humana siempre al cuidado de las flores de ese jardín donde vive, u otros ayudantes de la entera confianza de Mateo: su ex compañero de instituto, el gitano Heredia, o Arsenio, ese armario humano que nos recuerda a Maciste.
En «Los buenos hijos» tenemos un collage de casos «menores» que van turnándose durante los capítulos (infidelidades, despido de incompetentes, traiciones a socios de empresa, desapariciones…), y que resultan, para cualquier agencia detectivesca, su pan nuestro de cada día. Con ellos casi como excusa, Rosa Ribas se centra en lo que parece motivarle más: la vida de esta familia de Sant Andreu, una familia de clase media casi arquetípica, pero con aspiraciones y desvelos especiales. Así, los esmerados cuidados farmacéuticos con su mujer (que la evitan de ingresar en un psiquiátrico) o sus empeños hacia los hijos (más centrados sobre la conflictiva Nora) resaltan el lado paterno del mandamás de la agencia. No solo la inevitable competitividad entre jóvenes a la hora de sacar adelante los casos asignados, también el trato hogareño, producto de la jerarquía, y la relación de cada hermano con sus padres conforman las variopintas personalidades de estos tres hijos buenos.
Sumando deseos y motivaciones (de progenitores y retoños) Ribas nos enseña cómo lograr que unos personajes ficticios crezcan y maduren. En todos sin excepción encontramos –bien removidos– sentimientos, complejos de culpa, impotencias, resquemores, angustias… Gracias a esta mezcla tan real que caracteriza a cotidianeidad de la vida se respira verdad, humanidad. Estamos ante seres de carne y hueso, no ante monigotes de guiñol (y no miro a nadie...)
Tanto las investigaciones que tienen como escenarios al propio barrio de Sant Andreu y a los colindantes de Las Navas y La Sagrera, como las que requieren desplazamientos a Barcelona (desde el Guinardó hasta la rambla santa Mónica –donde bandas organizadas de camellos pelean por su demarcación–), vienen bien escenificadas gracias al lenguaje empleado. Su capacidad evocadora a la hora de captar ambientes y los diversos matices del habla son transpuestos, a la perfección, por el finísimo oído de Rosa Ribas, quien, residiendo en Frankfurt, parece tener siempre a mano su ciudad natal. La novelista de El Prat describe gustándose y para presentar las situaciones usa a conveniencia los paisajes urbanos, huyendo de esa escritura sintética que demanda el guion.
El suicidio de una adolescente de catorce años (presentado en la página 86 con la llegada de sus atribulados padres a la agencia) acaba por convertirse en prioritario para «Los buenos hijos»: es el caso que requerirá la intervención de la familia al completo y de todos sus colaboradores. Las arriesgadas pesquisas de una red de prostitución de menores acarrean una situación dramática haciendo que la novela pegue un formidable giro en su tercera parte. Los Hernández se apiñan entonces para coordinarse de forma urgente y expedita.
Hemos entrado de lleno en los terrenos de la acción. Pero una acción siempre «de piel para adentro». Al contrario de los autores citados, en esta novela de Rosa Ribas a la violencia la acompañan reflexiones graves de padres e hijos sobre su presente y pasado; también surgen debates morales (sobre todo por parte de Nora) a la hora de dilucidar si actúan bien o mal… Y es que, por mucho que los sentimientos negativos aniden en lo más íntimo, estamos ante seres humanos, no ante frías y descerebradas máquinas de disparar balas. La novela rompe el ritmo sosegado, gracias al cual se nos ponía al tanto de complicados problemas familiares y, desde ese momento tremendo que genera el profundo corte –cualquier lector se electrizará–, alcanza una sinuosa rapidez para barajar soluciones que necesitan mucha habilidad y fuerza bruta.
El empleo de la tercera persona permite saltar capítulo a capítulo entre tantos personajes, y más todavía desde el instante en que llega esa hora trascendental (no solo para la familia, también para la agencia) en que se reparten peliagudos cometidos entre miembros y colaboradores. Está mucho en juego. Todos lo saben. Nadie puede fallar.
Con «Los buenos hijos» Rosa Ribas vuelve a sacar brillo a un género casi exhausto. Y usando las armas que tantos autores policiacos han decidido desechar, ellos sabrán porqué (sospechamos que por una asumida carencia de talento): primero, la capacidad psicológica para construir a sus personajes (personas habría que decir aquí) y, después, un lenguaje que huye de cualquier esquematismo reduccionista. Solo cuando se logra semejante mixtura se compromete al lector en un presente no alejado de las vicisitudes humanas.
Esta nueva entrega de la saga familiar de los Hernández hace que la novela policiaca está de enhorabuena. La gran literatura también. No se la pierdan.
ENTREVISTA CON ROSA RIBAS:
Ya en la primera parte de la trilogía de los Hernández me llamó la atención cómo, viviendo desde hace tanto en Alemania, consiguieras una palpitante recreación de los barrios periféricos de Barcelona. En «Los buenos hijos» a Sant Andreu se unen localidades similares (Las Navas y La Sagrera), pero esta vez también aparecen las Ramblas, concretamente esa de Santa Mónica donde estatuas vivientes cada día más sofisticadas (como esta tuya de las tres cabezas) y bandas de lateros pugnan por hacerse con el dinero de los paseantes.
James Joyce pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de Irlanda, pero su universo literario se encuentra fuertemente enraizado en Dublín, la ciudad que provee a sus obras de escenarios, ambientes, personajes y materia narrativa.
¿Escribes desde Frankfurt sobre Barcelona sin necesidad de viajes, o, por el contrario, vuelas hasta allí para captar el ambiente y los datos necesarios para que tus novelas consigan su ajustado punto de color local?
ROSA RIBAS: Antes de la pandemia viajaba con relativa frecuencia a Barcelona, pero tengo que admitir que estas novelas las he escrito desde la necesidad de revivir la ciudad desde la lejanía. Llevo treinta años en Alemania. Y, cuando empecé esta serie la posibilidad de volver era un plan remoto. Ahora, justo cuando sale la segunda publicada, hemos decidido volver, pero cuando escribí «Un asunto demasiado familiar» todavía no lo sabía y, tanto durante el proceso de escritura de esta como de «Los buenos hijos», era mi forma de viajar y vivir en la ciudad.
Escribir desde Frankfurt, por otro lado, también me otorga perspectiva. Aunque las ciudades están en un proceso continuo de transformación, no son cambios tan rápidos y, además, por el hecho de vivir fuera, los puedes distinguir mejor, ya que quienes están inmersos en su día a día lo viven de manera paulatina.
Quizá porque los tiras y aflojas del matrimonio Hernández (Mateo y Lola) quedaban presentados en «Una historia demasiado familiar», en esta segunda parte de la trilogía profundizas en los hijos: Marc, Nora y Amalia. Creo que es Marc el hermano que más crece en «Los buenos hijos»; de ser el personaje con personalidad más diluida en «Un asunto demasiado familiar» pasa a convertirse en otro, lleno de vigor, y en permanente tensión laboral para reivindicarse como investigador frente a sus dos hermanas, tan listas ellas. Ello resulta aún más meritorio teniendo un problema serio con la bebida y estando siempre pendiente de un hilo la fidelidad de su mujer (Alicia).
¿Cómo consigues avanzar tanto con Marc; qué le has dado?
RR: En la primera novela Marc nos parece más gris porque es más gris. Marc siente que tiene que reivindicarse como el hijo que él cree que su padre desea que sea, aprovechando incluso la ausencia de Nora, que siempre le hace sombra. Su necesidad de ganarse ese lugar aumenta en «Los buenos hijos» porque ahora ha vuelto Nora. Ella es la que parecer cumplir con creces con las expectativas paternas, lo que para Marc representa un problema. Él se siente demasiado «hermano mediano» emparedado entre dos hermanas más brillantes, cada una a su manera. Este conflicto ya estaba apuntado en «Un asunto demasiado familiar» y explota en «Los buenos hijos», donde será el motor de sus acciones.
De entre toda la variedad de psicologías que nos ofrecen los Hernández, ¿son la madre –Lola– y su hijo –Marc– quienes mayor trabajo te dan desde el punto de vista creativo?
RR: Muy cierto, son los dos más difíciles, si bien por razones diferentes. No se trata sólo de sus personalidades, sino también del modo en que aparecen en la novela. Con Marc, que tiene una perspectiva propia, hay un juego constante entre su visión del mundo y de sí mismo y cómo es visto por los demás. En esa discrepancia apreciamos mucho mejor su conflicto interno y sus razones.
Lola es un personaje muy complejo y oscuro, al que en la novela no le he dado una perspectiva propia. A Lola la conocemos por sus actos y palabras, la vemos a través de la mirada de los demás. Nunca entramos en su cabeza. Y creo que es mejor no hacerlo.
Gracias a que comparte el secreto con Amalia, los lectores llegamos a saber dónde ha pasado Nora esos cuatro meses que estuvo desaparecida…
¿No te parece algo injusto que el resto de la familia siga sin conocer ese dato cuando es algo que los mortifica (sobre todo al padre)? ¿Tan necesario has encontrado mantenerlo guardado?
RR: Sí, porque lo que ellas guardan es destructivo. O por lo menos ambas creen que podría serlo. Por eso callan. Quizás si hablaran, el efecto no sería tan tremendo como suponen, pero con los secretos, con el conocimiento en general, no hay vuelta atrás. Una vez se sabe algo, no se puede dejar de saber a voluntad, no se puede borrar. La revelación es irreversible. Por eso no pueden arriesgarse y aceptan que la consecuencia de su silencio es que sus padres sufran.
El tema de los secretos y de las razones que llevan a la gente a guardarlos recorre toda la novela. ¿Por qué le ocultamos tantas cosas a la gente que queremos y qué nos quiere? ¿Por qué los hijos mienten a los padres y los padres a los hijos? A veces para protegernos, para proteger la imagen que queremos que los otros tengan, para no decepcionarlos, para no perder su afecto… Son tantas las razones que, finalmente, acabamos tejiendo redes complejas de mentiras y secretos.
Nora, por mucho que discuta ferozmente con su madre, sabe que es una Obiols de los pies a la cabeza, algo que le preocupa porque no quiere terminar como ella ni tampoco como su tía Claudia. Amalia, la hija pequeña, aunque se siente –y es– mucho más Hernández, teme también que un día le alcance el ramalazo materno. Curiosamente en la completa locura que supone el desenlace resulta ser Nora la que más muestras de sensatez da frente a –por ejemplo– una desmelenada Amalia…
¿El gen Obiols no respeta a nadie de esta familia? ¿Acabarán perturbadas todas sus mujeres?
RR: Nora, por su pasado, por todo lo que ha hecho, es la que más ha reflexionado sobre por qué son como son las mujeres de esta familia. Incluso ha intentado curarse o, por lo menos, repararse.
Por eso, cuando la máquina terrible en la que se convierte la familia al final de la novela se desboca, ella, en un momento de lucidez, intenta detenerla. Amalia, en cambio, a pesar de tener una personalidad más pragmática y sensata, se deja llevar por esa espiral, pero lo hace a su manera. Amalia se parece más a su padre, es más «física».
Respecto a cómo acabarán, es un secreto que se irá desvelando en las siguientes novelas.
Cuando la acción se desata en «Los buenos hijos», obligando a familia y colaboradores de confianza (Daniel Ayala, Heredia, Arsenio) a moverse de manera ensamblada, lo que otro escritor podría haber convertido en un sangriento carrusel tú prefieres poner el freno gracias a esa barrera que resulta ser la conciencia.
¿Has querido lanzar un mensaje tranquilizador sobre la capacidad del ser humano para no traspasar ciertos límites?
RR: Mi idea era que los personajes se comportasen con coherencia. Ponerlos a prueba para ver hasta dónde eran capaces de llegar. Y llegan muy lejos. Ya vemos en otras situaciones, sobre todo en el caso de Mateo, que se mueven con relativa facilidad a un lado y a otro de las líneas rojas entre la legalidad y la ilegalidad. Pero en lo que sucede al final de la novela se trata ya de traspasar fronteras sin retorno, de ahí tengan muchas dudas y se planteen conflictos morales.
Por otro lado, no creo que haya un mensaje tranquilizador en la novela, puesto que nos encontramos también con personas que no muestran el más mínimo reparo en maltratar o abusar de otros sin que les importe el dolor que les causan.
Debido al ritmo un tanto pausado que llevaba tu libro, pocos adivinamos la dinámica en la que entra a partir de la tercera parte.
¿Asumiste mientras lo escribías que semejante cambio de registro iba a descolocar?
RR: Más bien caí en la cuenta al terminar. Mientras escribo procuro no pensar en estas cosas porque pueden tener un efecto inhibidor. Los lectores están presentes en cuanto que quiero que la historia sea aprehensible –la escritura es un acto de comunicación–, pero no puedo plantearme si cumplo o no con determinadas expectativas porque eso significaría perder la libertad, sería como dibujar con plantilla o rellenar esos dibujos donde los números de indican qué color toca, el 1 es el amarillo, el 2 el rojo…
Ya oigo a tanto pésimo lector quejándose porque las hostias tarden tanto en repartirse…
¿No temes que ante la intensidad de las últimas 100 páginas habrá quienes consideren a las otras (por otra parte, maravillosas) 270 casi un tiempo muerto?
RR: Sin las primeras páginas, las últimas 100 no tienen sentido. Lo que pasa allí está sembrado al principio. Se está preparando desde la primera línea. Todos los elementos están ahí para que el lector se sumerja en las páginas finales entendiendo por qué tenían que ser como son. Sin ese arranque más pausado, no se justifica la intensidad final.
Si queremos decirlo de un modo más rudo: no se trata de la cantidad de hostias, sino de su calidad. Aquí cuando llegan, llegan bien dadas
Sé que no es tu público, pero…
¿Qué le dirías al consumidor habitual de thrillers e investigaciones criminales para intentar convencerlo de que –por una santa vez– lo intente con una novela negra que no atenta de forma lesiva contra la literatura?
RR: No sé. Soy una pésima vendedora. Se me ocurre recomendarles que se lean tu reseña.
No voy a preguntar nada sobre la entrega que cerrará esta apasionante e imprescindible trilogía porque sé lo que vas a contestar. Pero por lo menos a ver si puedes desvelar algo a los lectores de Salamandra Negra…
¿Cuándo tienes previsto que aparezca el tercer y último libro dedicado a la familia Hernández? Y una última cosa… ¿No te da dolor tener que despedir a esta galería de personajes que tanto aportan literariamente?
RR: Mucho. A mí me cuesta mucho dejar a los personajes, por eso, aunque no me lo propongo de entrada –aquí tampoco fue el caso–, acabo escribiendo series. Y respecto a este tema, ya se me escapó una pista al responder a otra de tus preguntas, porque acabo de ver que he escrito «las siguientes novelas», así, en plural. De modo que, ya ves, tal vez no sea una trilogía…
Respecto a cuándo aparecerá el próximo libro de la serie –ya no lo llamo el último–, no te puedo decir nada porque no lo sé. Ahora estoy terminando una novela que no es de la serie y después me pondré de inmediato con la nueva de los Hernández. Ya se está perfilando en mi cabeza. Tengo muchas ganas de reencontrarme con los personajes, como te puedes imaginar.