Manu López Marañón.
Poeta publicado por Espasa e Hiperión, crítico literario en la revista Ajoblanco y actualmente en El País, y autor de 6 novelas –la última de ellas aparecida en 2019: «Carvalho: problemas de identidad»–, prestigiosos premios nacionales e internacionales (RBA Serie Negra, 2010; premio Brigada 21 a la Mejor Primera Novela del año; premios Giallo e dell Noir –Italia– y Violeta Negra –Francia–; premio Valencia Negra a la mejor novela del año; premio Salamanca Negra 2014; premio Novelpol 2015; y premio Dashiell Hammett 2015) jalonan la trayectoria narrativa del autor de «Tarde, mal y nunca» quien, no sin esfuerzo, ha sabido ganarse el reconocimiento de la crítica mundial. La obra de Carlos Zanón ha sido traducida y publicada en Estados Unidos, Alemania, Francia, Holanda e Italia.
Aprovechando que en este 2021 se cumplen 7 años de su publicación, he querido fijarme en la cuarta novela de Carlos Zanón, «Yo fui Johnny Thunders», un libro de esos que tienen ganada ya la aureola de mítico, y cuya lectura me acuciaba tras haber disfrutado con irrefrenable gozo de «Carvalho: problemas de identidad».
Porque tener la fortuna de dar con alguien que no redacte con plantilla, que desde la primera página agarre a su lector de lo más íntimo llevándolo por donde le dé su real gana y recibiendo el beneplácito de esa «víctima», embelesada por transitar unos mundos ignorados (aunque haya leído mucho), tener semejante fortuna, digo, resulta hoy casi tan difícil como saber cuándo acabará esta maldita pandemia. Este arrebato literario se dispara desde el capítulo 0 de «Yo fui Johnny Thunders», cuando despertamos junto a un tipo evidentemente drogado pregonando el final de una historia, la suya (en la que, adelanto, hubo una esposa harta que lo abandonó, hijos que no le hablaban, títulos de varias canciones que lo marcaron a fuego –sobre todo una: «Live and die»–, sexo, droga y rock’n’roll; y donde, sobre todo, hubo lucha, mucha lucha por salir adelante antes de caer vencido por el peso del inclemente pasado).
Resulta complicado resumir las intensas novelas de Zanón, meter el diente a lo «pasa esto y aquello» porque en ellas todo es esencial, nada sobra. Me ha sucedido con su Carvalho y percibo de nuevo mis limitaciones a la hora de dar con algo que no se haya dicho ya, diferente y que motive a los lectores de Salamandra Negra para adentrarse por los bestiales vericuetos de «Yo fui Johnny Thunders».
Johnny Thunders, 1989 –capítulo 1 de la novela– es un largo flash back. Mr. Frankie se siente pletórico en el escenario del Màgic porque con su guitarra Gibson va a acompañar a Johnny Thunders, leyenda viva del rock que arrastra fama de caótico. Los músicos afinan sus instrumentos a la espera de que salga la estrella. Derrumbado en un sofá Johnny necesita una dosis de speedball (heroína y cocaína mezcladas en una jeringa) para tocar. El grupo tantea una introducción a lo «Sweet Jane» hasta que surge el mesías del rock: camisa negra, pantalones pitillo, viejos zapatos agujereados. Thunders no da una y se equivoca hasta en el estribillo, buscando con la mirada a Mr. Frankie, que hace lo que puede para taparlo con su guitarra. Aunque la novela lleve su nombre, hay que estar atentos porque asistimos a la única aparición del crepuscular Johnny Thunders… Y es que el auténtico protagonista de «Yo fui Johnny Thunders» no va a ser otro que Mr. Frankie (Francis), ese guitarrista con ganas de comerse el mundo en una década tan salvaje como fueron los 80 (con sus festivales, tatuajes cutres, tupés grasientos y vinilos de segunda mano…), aquella época de amigos, novias, grupos, el punk, el dinero y la cocaína, donde la juventud no ponía techo para un talento ambicioso...
La guitarra Gibson de Mr. Frankie
Just your friends, 1993 –capítulo 32 de la novela– es otro flash back y presenta un nuevo concierto. Estamos en las tablas de la sala Be Good, donde la banda llamada Rey Pachuco versiona canciones de Mink De Ville con Mr. Frankie a la guitarra acústica. Ensombrecido por el guitarrista principal Francis se siente de relleno, toca desganado, con dedos torpes y considerables desfases:
«El latido se ha detenido, ya no lo oye. Tiene abiertos los ojos sin poder ver nada. Está como dentro de un agujero negro que, en este mismo momento, está succionando la banda, los sueños, los recuerdos. Es el fin de tu mundo, Francis. Eres invisible Mr. Frankie. No eres nadie para nadie».
Pero se produce el apagón que acarrea un momento mágico, la gran epifanía de la novela.
Mr. Frankie con su guitarra rasga los primeros acordes de «Just your friends». El batería acompaña esa voz de gato callejero mientras el cantante del grupo calla respetuosamente. Francis se acompaña con su armónica, un instrumento que lleva en el bolsillo ya más como amuleto. Canta «porque sí, porque hay un lugar donde alguien vive canciones y luego las toca y las canta para regresar al primer instante y el resto, todo lo demás, no importa. Al menos no para Francis» (en estas frases resuena el Johnny Carter de «El perseguidor»).
Cuando acaba la canción, quizá rehabilitado consigo mismo tras ese genuino momento, Mr. Frankie deja el escenario y sale a una calle fría y abandonada que recuerda al callejón de la basura al que daba la puerta trasera del Gaslight club, en la irrepetible película de los hermanos Coen «A propósito de Llewyn Davis».
Antes de esos conciertos –el de 1989 y 1993– que pautan dos épocas del protagonista, un rosario de recuerdos muy personales repartidos por las páginas de la novela define tanto su tortuosa personalidad como la errante trayectoria por él llevada. Cito algunos. Un viejo disco de Patti Smith; el primero de los Pretenders con aquella Chrissie Hynde que para Francis hubiera sido la novia / amiga perfecta; una montaña de casetes grabados por sus colegas que va desde Gene Vincent a Parálisis Permanente, pasando por los Stones de «Some girls»; las arrogantes fotografías de Johnny Thunders «esas fotos de ángel caído, de yonqui sensible, hijo de puta».
Desde su destruido presente Francis convoca a sus novias, a Ona, pero sobre todo a la loca del pelo rojo –Liz, su primer amor–, aunque sin querer olvidar al resto, un bloque de mujeres que por mucho que se esfuerza no es capaz de individualizar y que solo ahora le hace comprender en qué se traduce el éxito: en su intrínseca soledad.
En 1986, en el Caribou, fastuoso local de la playa de Sant Boi que él elije para plantar a Ona se siente el amo de la barraca. Así le ven:
«Frankie es diferente a cualquier otro. Y eso hace que todo encaje en el último minuto. Es una estrella y lo será mucho más. Fijo. Es un puto cohete. Un superhéroe venido de un planeta a años luz de la tierra. Con superpoderes que le evitarán engancharse, reponerse de todos los golpes, de todas las caídas en este mundo de azoteas, mánagers y supercanciones».
Esas cumbres conquistadas por el talento y con ayuda de las drogas duran poco y por ello resulta feroz el choque con el presente («Yo fui Johnny Thunders» se desarrolla durante el gobierno de Artur Mas en la Generalitat –2010-2016– aunque soy incapaz de concretar el año); ese presente real, de alas rotas y que no tolera espejismos, conduce entre otras cosas al regreso a la casa de un padre a quien el guitarrista detesta.
Retornar al barrio sacudido por la vida y no poder pensar en cosa distinta que en la imperiosa necesidad de desengancharse no hace feliz a nadie... Cruel panorama el que presenta Zanón. Un padre y un hijo derrotados, ambos desdentados, con sus dentaduras postizas que llagan las encías alineadas sobre el lavabo: ¡qué implacable metáfora del desgaste! Frente al espejo del baño está un irreconocible Francis, fondón de tanto comer y beber alcohol para atenuar el mono, sin un solo traje que le entre para ir al juzgado... Y el autor no tiene misericordia:
«…recuerda la de caricias, golpes y pinchazos que han tenido lugar en este su cuerpo. Ese paisaje de labios, pellizcos y roces, pelos, y metal, un envase ahora vacío que un día escondió algo, un yo, un no sé qué que en las canciones él llamaba alma o rabia».
Resulta frecuente que Mr. Frankie amoneste o aconseje a Francis en segunda persona: «Todo irá bien, le confió Mr. Frankie a Francis. De hecho, aún no has hecho nada que pueda joderte la vida. Robar cuarenta euros es casi una estupidez». Este recurso, el diálogo del hombre arrastrado con la conciencia de sus mejores tiempos, está magistralmente plasmado.
Es esta una novela en la que las referencias musicales abundan. Así sus 4 partes vienen encabezadas por otras tantas canciones («The great pretender» de The Platters; «Come and go with me» de The del-Vikings; «I wonder why» de Dion & The Belmonts y «Love poison nº9» de The Searchers), pero muchos de sus capítulos están asimismo condimentados con títulos como «King creole» interpretada por Elvis Presley, «Just your friends» de Mink DeVille o por esa canción que tiene capital importancia para la relación de Francis con su hijo mayor: «Live and die» de The Avett Brothers.
The Avett Brothers
Sin embargo, aun reconociendo la importancia de la música, hay que avisar que esta obra no es la biografía –ni menos autobiografía– de un rockero maldito. ¿Entonces? Para mí «Yo fui Johnny Thunders» resulta ser la crónica certificada de unos personajes rotos tirándose a tumba abierta sobre un puerto rebasado de curvas y cunetas con doble intención para así tratar de resurgir de sus cenizas.
Hay crímenes, desde luego, y robos de todo tipo; sucesos estos que incluyen a esta novela, –quizá a su pesar–, en el género negro.
Pero «Yo fui Johnny Thunders» no se queda ahí.
En efecto, en este libro encuentro inútiles intentos por salirse de la droga, topo con pederastas convertidos en ancianos arrinconados por su tara, me perturba una belleza sin domesticar –Marisol– nacida de una prostituta, la cual, por su mala cabeza, acaba recibiendo la ducha de ácido sulfúrico que le enjareta un moro celoso, tiemblo con el dueño del bingo Verneda, ese sórdido amante de Marisol, «enviagrado» sin descanso y con vocación gansteril, que planifica el asalto a una furgoneta cargada de cocaína (con cuya parte espera Francis ponerse al día con las pensiones que debe a sus hijos), o doy con ese novio de Marisol que no se porta nada bien al dejarla pronto de visitar en el hospital Vall d’ Hebron.
La Barcelona de los 80, 90, y la Barcelona actual, son las épocas en que se desarrolla la novela. Para su ambientación el autor ha elegido Horta-Guinardó –escenario de la juventud de Francis–, pueblo-ciudad dormitorio con puticlubs («putas bizcas y clientes tarados en un mundo de caspa y terciopelo rojo, abrasado de manchas de licor y semen triste»); deprimentes bingos; carreteras apocalípticas; mensajerías como Dit i Fet, tapadera para turbios planes. Incluso los locales en donde Mr. Frankie toca resultan ser antros que sufren apagones y con urinarios superpoblados por zombis recién colocados. Y es que todo el libro no pasa de ser una gigantesca jaula con barrotes kilométricos rebozados en polvo blanco sobre los que sus ciegos prisioneros tropiezan –una y otra vez– sin propósito de enmienda.
En fin, esta novela respira al ritmo seco de un tiro de cocaína o, mejor, al más alambicado del chute de caballo, y debido a ello ofrece poderosísimas imágenes capaces de ser creadas solo por un genio. Grande, muy grande Zanón.
Para los que aún no hayan leído «Yo fui Johnny Thunders» (¡qué envidia!) si mientras lo hacen escuchan las canciones seleccionadas, les aseguro que la experiencia resulta flipante. Más que eso. Imperecedera.
«Las drogas se le habían llevado un montón de hermosos residuos cada vez que arrastraban las redes por el suelo de su cabeza y de su corazón. Y con esas redes, canciones, recuerdos, nombres».
ENTREVISTA CON CARLOS ZANÓN:
1. Cartografía de la derrota
En «Yo fui Johnny Thunders» no puede decirse que te apiades de tus personajes. Un procedimiento para caracterizarlos es transmitir sus estados anímicos a través de las miradas de gente cercana a ellos que generan certeros juicios de valor sobre su situación. Así sobre Paco –el padre de Francis–, un viudo denunciado por abusos, cae una capa de desprecio cuando Francis llega a su casa y lo encuentra solo y viejo. Pero aún es peor cuando lo descubre disputando con los indigentes yogures desechados por un supermercado… Estas miradas del hijo encuentran rápido correlato en las que Paco posa sobre él. Convencido de que vuelve porque está sin un duro, nunca por afecto, al entrar por la puerta del salón, gordo y con esa barba negra y cana, a su padre lo invaden funestos presentimientos.
Carlos, ¿te costó dar con esta forma hábil y precisa para caracterizar a tus protagonistas?
Muchísimas gracias por tus palabras. Escribir tiene, al menos para mí, algo misterioso, muy intuitivo: simplemente haces eso, colocas eso de esa manera. Mi forma de acercarme a los personajes siempre es cinematográfica desde los detalles que nos dicen cómo son. Y por otro lado creo que la literatura es amoral, no ha de moverse sino en la ambigüedad moral, no verter moralina nunca. Enfocar desde un lado esquinado te permite jugar con las sombras alrededor de lo que los personajes hacen y piensan o quieren hacer y no pueden.
Marisol, la víctima más doliente de «Yo fui Johnny Thunders», resulta convincente tanto en su papel de adolescente abusada como luego, en el de joven alocada que acaba mal. Al convocar a personajes secundarios como puedan ser Xavi; Niño Mutante –el dealer de Francis–; o el hijo mayor –Víctor– siento que me han dejado tanto poso como los protagonistas, que la fauna de «Yo fui Johnny Thunders», en su conjunto, sigue removiéndome de forma visceral.
¿De dónde procederá ese caudal tuyo a la hora de re(crear) existencias tan vencidas y al límite?
Yo he estado en cierto modo ahí, no he sido uno de ellos pero era gente de mi barrio, gente de derrota, no depresiva pero que sabe que lo mejor de su vida es no perder lo que tienes. Vengo de esos sitios y la redención es salir, querer salir. Hay muchos escritores que juegan a ser truculentos o a hacerse una paja con los matones. Pero la literatura no va de eso. La literatura va de trascender, de no querer estar dónde estás. No puedo escribir sobre gente que puede saltar sabiendo que hay una red abajo. No puedo porque no sé qué es eso. Y los personajes han de ser verosímiles no con la ficción, no basta con hacer fotocopias de la realidad.
Creo que Víctor, el hijo mayor de Francis, es la gran, por no decir única, esperanza de «Yo fui Johnny Thunders». Haberle dado un papel así a este chaval que escucha canciones admirables como «Live and die» presta a tu novela un margen razonable de esperanza.
¿Estás de acuerdo a la hora de esperarlo todo de adolescentes como Víctor?
Víctor es lo único puro de Francis, lo que aún no ha estropeado. Por eso, el final, por eso «Live and die» escuchado a la vez.
2. La novela.
He hablado de esos «diálogos» entre Francis y Mr. Frankie –en segunda persona–: el sórdido presente y el esplendoroso pasado de la estrella rockera frente a frente. Y también de ese perspectivismo en tercera persona que usas para que tus personajes se definan. Ahora quiero decir que he gozado muchísimo con los flashbacks de «Yo fui Johnny Thunders», dos de ellos magistrales: los que corresponden a esos conciertos en diferentes épocas de Mr. Frankie.
Al hilo de todo esto, no puedo dejar de preguntarte: ¿Cómo teniendo Johnny Thunders tan escasa importancia presencial tomas su nombre para titular la novela?
Bueno, Thunders era una leyenda. En el barrio siempre había aquel que decía que había ido al cole con Loquillo, que había hecho la mili con un futbolista del Barça o que le robó la novia a aquel. Esa noche, un Don Nadie fue Dios. Además trato de cuidar todos los aspectos de un libro y el título es muy importante. El libro se llamó durante mucho tiempo CHIEN ANDALUSIA por los Pixies y mi editorial me propuso PUTA BUENA MALA SUERTE. Molaban los dos pero creo que el que quedó es el mejor.
¿Tuviste claro desde el principio no hacer una ficción autobiográfica?
Todos los libros son autobiográficos en lo importante, en los fantasmas y obsesiones. Pero me gusta mucho disfrazarlos con ficción.
La novela está narrada en tercera persona (salvo esos ratos que conversan Mr. Frankie y Francis). Sin embargo en «Carvalho: problemas de identidad» has preferido la primera persona (cuando todas las novelas del ciclo de Vázquez Montalbán venían escritas en tercera persona).
No he leído la totalidad de tu obra (dame tiempo), por lo que no sé si escribes más en tercera o en primera persona. ¿Tienes claro al empezar cada libro si a lo que vas a contar sienta mejor una u otra?
Sí, pero a veces has de recular y volver a empezar con otra persona diferente. Es una cuestión técnica. Mi favorita es una tercera persona «tramposa», es decir, que si quiero me meto en la cabeza de los personajes y la tercera muta en primera.
Creo que transfusiones como «Yo fui Johnny Thunders» son las que hacen revivir a un género tan poco dado a la sorpresa como es, por lo menos en España, el noir. Es necesaria –y con urgencia– literatura de sangre, sudor, y que huela a cloaca… Con tu Carvalho te la has querido jugar entrando de lleno en la temática de investigación y, encima, con detective prestado. Todo ello era para echarse las manos a la cabeza…, pero «Carvalho: problemas de identidad» ha resultado ser una novela policíaca con planteamientos absolutamente inéditos por aquí y, de paso, un alivio para quienes temíamos verte naufragar en el intento.
¿No te parece superpoblada la nómina de autores interesada en resolver crímenes, sobre todo si la comparamos con la casi testimonial que formáis tú, Paco Gómez Escribano, Rosa Ribas, Jon Arretxe o Marc Moreno, los poquísimos preocupados porque el género despierte?
Cada uno ha de encontrar su manera de explicarse. Muy pocas novelas procedimentales me entusiasman. Me suele dar igual quién mato a quién. El por qué, el mundo alrededor de la violencia, la soledad, la rabia me interesan más.
He citado nombres que voy descubriendo. ¿Podrías decir para los lectores de Salamandra Negra, desde tu extensísimo conocimiento, autores negros (nacionales y extranjeros) «de cabecera»?
Hay muchos y algunos por unas cosas y otros por otras. A mí me encanta la solvencia y el rigor de Lorenzo Silva por ejemplo o el tono que siempre mete Alicia Giménez Barlett, o la facilidad de encontrar temas de Andreu Martín. Siento debilidad absoluta por Julián Ibáñez. Y por Francisco Ledesma, Toni Hill, Rosa Ribas, Nieves Abarca y Vicente Garrido, Domingo Villar. El último de Ramón Palomar me ha parecido cojonudo. De los de fuera, Jean-Patrik Manchette, Chester Himes, Tana French, Dennis Lehane, Jim Thompson, James Ellroy, Claudia Piñeiro, Leonardo Oyola, Kike Ferrari o Massimo Carlotto. Y seguro que me olvido mil.
Quiero saber algo de tus proyectos. ¿Habrá más casos de este Carvalho tuyo que tan gratísimo gusto ha dejado en la afición (y en la crítica)?
No lo sé. Ahora estoy en blanco. Igual no hay más. A veces se me pasa por la cabeza. Igual ya está y habrá estado bien.
3. La música.
Sorprende cómo para unas tramas que acontecen durante las décadas de los 80, 90, y la actual, no hayas tirado de grupos combativos como los que abundaron en aquellas épocas de ruptura generalizada. En vez de eso, optas por encabezar cada parte de tu libro con melodías norteamericanas doo-wop de los años 50 o, ya más «rompedor», por los melódicos The Searchers, grupo británico de comienzos de los 60 a cuyo lado The Beatles parecen Iron Maiden.
Dime, ¿eres consciente del profundo contraste existente entre esta música y las tramas a las que acompaña? Pasados 7 años, ¿estas satisfecho del resultado logrado o cambiarías algún tema?
Mi propósito era que la música fuera orgánica, no una banda sonora. Esa música que se siente en las tripas, que te trasciende, no la que te pones para limpiar la casa. La música que te hace creer que puedes escapar. Las canciones que están molan.
Carlos Zanón no solo ha usado canciones para pautar las partes de su libro, hay otras más que «suenan» a lo largo de 47 capítulos. Está, por ejemplo, Elvis Presley con su «King creole»; pero destaco dos títulos fundamentales en «Yo fui Johnny Thunders». El primero es «Just your friends», soberbio tema de Mink DeVille grabado en 1978. El capítulo 32 jamás hubiera alcanzado tan altas cotas de desconcierto sin la rasposa versión que Mr. Frankie hace de él.
Desconocía a Mink DeVille y haberla descubierto es otra de las cosas que debo a tu libro. ¿Es esta banda californiana (y su líder y cantante Will DeVille) una de tus favoritas?
Mink DeVille fueron una barbaridad de banda. Te corrijo. Eran de Nueva York. Hace mil años le robé un disco al hermano mayor de una amiga. Escribí una biografía y todo. Lo conocí. El puto Rey Pachuco.
The Avett Brothers y su excepcional «Live and die», esa canción que Víctor, el hijo mayor, descubre a su padre y logra que su relación se deshiele… ¿Cómo llegaste a ella?
Me tropecé con ella y me enloqueció. Estaba muy, muy jodido y zas, apareció. Me salvó y salvó la novela.
4. Final
Para terminar mi colaboración, decir que es esta una novela que, desde hace 7 años, no deja de ganar lectores.
Dime Carlos: ¿qué lugar en importancia ocuparía «Yo fui Johnny Thunders» en el conjunto de tu obra? ¿No cuesta un esfuerzo sobrehumano empezar otro libro tras haber publicado algo tan descomunal?
Sí, pero yo tampoco supe que iba a tener esa trascendencia. La haces. Creo que puedo hacer otras obras. Creo que Taxi es más ambiciosa aunque más compleja y menos directa que Thunders. Y Carvalho tiene su punto.