Manu López Marañón.
SOMOS COMUNIÓN. Iñigo Bolinaga. Txertoa (2021)
Iñigo Bolinaga (Elorrio, Bizkaia, 1974) autor de «Somos comunión», que hoy reseño para SALAMANDRANEGRA.COM, es un licenciado en Historia Contemporánea, máster de Periodismo y máster de Estudios Vascos que ha publicado con anterioridad ensayos, entre los que destacan «Breve Historia del fascismo», «Breve Historia de la Guerra Civil Española» y «Breve Historia de la Revolución Rusa», así como el estudio político-sociológico «La Gran Utopía». La editorial donostiarra Txertoa ha publicado también su primera novela de corte histórico, «Sinfonía guerrera» (2013), donde recrea la derrota napoleónica a manos del ejército de Wellington.
En «Los santos inocentes», obra maestra de Miguel Delibes, se retrata la vida del mundo rural en los años sesenta del pasado siglo. En un cortijo extremeño se presentan dos realidades enfrentadas: la de los señoritos y la de sus sirvientes. Los primeros tratan a los segundos sin la menor consideración y los hacen víctimas de sus caprichos. Los segundos, ignorantes, analfabetos, sumisos, arrastran una vida que apenas merece ser vivida.
A la hora de plasmar la realidad del campesinado vasco a finales del siglo XIX, Iñigo Bolinaga crea a la elorriana familia Eguíluz, arrendatarios de uno de los caseríos cuya titularidad ostentan los Luna (Héctor, Elvira y sus dos hijos), bilbaínos adinerados, rentistas gracias a esos tributos recibidos de los caseros. Las condiciones precarias de la vida rural; el trabajo en jornadas sin descanso; el analfabetismo; la falta de higiene; la resignación de esos depauperados vizcaínos (abuelos, padres e hijos) está dialécticamente confrontada con el privilegiado pasar de los Luna, que, si no muestran interés por sus propiedades, menos aún lo sienten por quienes las habitan. Viven solo pendientes de lo que renten sus bienes raíces (también recaudan bienes en especie), y –en cuanto pueden– de subir los arrendamientos con contratos de corta duración para incrementar los pagos sin mucha espera.
Caserío vasco
Los señoritos de ciudad, incapaces de entender a sus campesinos (más santos e inocentes que los de Delibes), son obligadamente ignorados por ellos: debido a su absentismo extremo les parecen fantasmas, seres de otra dimensión. Semejante desconocimiento mutuo (buscado uno, impuesto el otro), mantenido durante décadas, acaba generando desprecios que llevan dentro la semilla del racismo.
Con «Somos comunión» se entra en una literatura de realismo acompañada por esa nostalgia provinciana desde cuyo cénit el escritor define la psicología de los sometidos –los campesinos– y la de los vividores –los urbanos–. El tiempo del narrador y el tiempo narrado coinciden en esta obra. Además, en una decisión más trascendente (de la que, en lo literario –que es lo que aquí importa–, sale triunfante) Bolinaga ha descartado la posibilidad de un narrador pretendidamente objetivo, buscando involucrar en sus tramas al narrador-testigo de su novela. No solo eso: esa potente voz, desde dentro –y decididamente–, toma descarado partido por la permanencia del ruralismo antañón, confinado en sus propias limitaciones y en constante puja por sobrevivir. Y desde luego, con tracciones distintas a las que otro autor, usando la tercera persona de manera no tan subjetiva, hubiera insuflado al texto.
Se opta por el dolor puro extraído del coro de campesinos elegido. Para Bolinaga los caseros mantienen su comunión con la naturaleza y llevan impreso en su carácter genético el antiguo orden de cosas que, «a la larga, está destinado a recomponer la legitimidad perdida»… Pero mientras, la diaria existencia de estos oprimidos resulta un drama del que ellos mismos, en su callada y prolongada resignación anterior a la batalla, son apenas conscientes.
Emblema carlista: el aspa de Borgoña
con el Sagrado Corazón de Jesús
El narrador describe sin contemplación una familia vasca arquetípica de la época –los Eguíluz– a veces con brutalidad, incidiendo en su incultura, suciedad y acomplejamiento. Martín y Magdalena, los padres, son un matrimonio que lleva trabajando para los señores Luna desde que nacieron. Analfabetos ambos, ni siquiera albergan deseos de que sus hijos escapen de esa realidad: Martín padre, deslomándose con la laya suspira porque su feble primogénito supere pronto sus fatigas crónicas y continúe la recia tradición familiar… La honestidad de «Somos comunión» queda fuera de duda. Es un libro lleno de sonido y de furia, pero, desde luego, no viene contado por ningún idiota.
Sus lectores acceden a un mundo al que algunos –entre los que me incluyo– no solo eran ajenos, también desdeñosos: esos mismos que, tras concluir apasionadamente la novela, lo encontramos cercano, entendible; de repente (por mucho que seamos ciudadanos modernos alejados del agro y sus vicisitudes) casi propio. La buena literatura obra estos prodigios, algo que la historia (la cuente quien la cuente) no.
Iñigo Bolinaga trabaja en su obra de modo libre, desligándose de cualquier traba. Puede maltratar a los campesinos, acusar severamente a los bilbaínos, sin por ello ceder ante las convenciones del campo o de la ciudad. Es en lo privado donde su voz narradora se empeña en mostrar las contradicciones, las angustias, las prepotencias y remordimientos de unos y otros. Un empacho de razones y pretextos a la búsqueda de un equilibrio complicado que solo los valientes afrontan.
La casa y el mundo de los Eguíluz queda ajustado en este párrafo extraído del cuarto capítulo de la primera parte:
«Volvieron sus pasos hacia esa casa miserable, tan necesitada de arreglo y tan cargada de malos remaches que hacía las veces de hogar, de granja, huerto, almacén, fábrica de ropa, de cerámica, era, lagar, bodega, confesionario… Su mundo. Su único mundo, a excepción de las contadas ocasiones en las que bajaban al pueblo a vender algún pequeño excedente o a oír misa, o a las fiestas, que también tiempo de divertirse había, aunque escaso y siempre guardando las apariencias que la rígida moralidad exigía».
La idealización de lo real surge con los relatos de la Primera Guerra Carlista (1833-1839) que divulgan campesinos como Melitón, y que suenan, incluso a quienes tomaron parte en ella (así, Martín Eguíluz padre), a cuentos de hadas que, a la larga, dañan a una Causa que se pretende avivar con no desfalleciente constancia. Y es que frente a la conciencia variable y golpeada del señorito de ciudad (bajo una educada fachada Héctor Luna oculta un torrente de lujuria; a su mujer Elvira, cosificada y anulada, le asaltan fuertes melancolías), la del casero permanece opaca, quizás insignificante, pero perdurable.
La Última Guerra Carlista (1872-1876) vertebra «Somos comunión».
De las iniciales y desharrapadas partidas guerrilleras se pasa a unos batallones con instrucción militar, uniformados y que reciben apoyo de la reacción europea. El ejército regular carlista combate de tú a tú contra el liberal, siempre más numeroso (su leva dispone de casi la totalidad del territorio español), equipado con armas modernas y buena artillería, además del apoyo de la Marina.
En paralelo al conflicto, las cuatro aguerridas provincias forales (a través de sus Diputaciones) arman el embrión del Estado Carlista, intento de organización político-administrativa cuyos ministerios –Guerra, Gracia y Justicia, Negocios Extranjeros, Estado y Hacienda–, así como el Tribunal Supremo de Justicia, tienen su sede en la navarra localidad de Estella.
Frente a esa superioridad del ejército liberal, el contacto con una experiencia directa de lo sagrado da la ventaja, no pequeña, proveniente de haber construido un mito sobre la creación del mundo. El tradicionalismo, Dios, los fueros –la ley vieja, en definitiva–, alzan en armas al pueblo contra la ciudad: apoyar al pretendiente Carlos VII a reinar en España despierta el valor de tanto campesino vasco y navarro. Al estatismo de unos meses perdidos tras la frustrante derrota de Oroquieta (mayo de 1872) sigue la pulsión de los héroes épicos, de nuevo puestos en pie por esa asonada general que sigue a la promulgación de la Primera República Española (abril de 1873).
En esta guerra Bolinaga alaba el valor, la resistencia del soldado carlista. Fervor y arrojo ante episodios dramáticos brotan en cada encuentro con las tropas liberales (pronto alfonsinas), no pocas veces derivando a situaciones surrealistas, chuscas, algo por otra parte típico de cualquier enfrentamiento militar. Pero arrojo y durabilidad resultan insuficientes para ganar una guerra, en todo caso servirán para hacer «provechosa» la derrota. Tras el levantamiento del sitio de Bilbao por el general liberal Concha, las contundentes derrotas en Vitoria y Estella –y el subsiguiente final de la guerra–, el fracaso de la legitimidad del pretendiente carlista acelera en los vencidos una maldición y condenación que afecta de lleno a los Eguíluz.
De la segunda batalla librada en Somorrostro (25 de marzo de 1874), un pueblo cercano a la capital vizcaína (en otro intento de acercamiento a un Bilbao sitiado por las bombas del ejército carlista –Villa a la que este en ninguna guerra logra traspasar–), destaco este párrafo del capítulo décimo de la segunda parte en el que se aprecia la fiereza de la lucha:
«Aún recuerdo cómo caían compañeros y contrarios al suelo a mi alrededor, en medio de la pelea, como títeres a los que acaban de cortar los hilos, repentinamente desplegados. Y yo seguía disparando, golpeando con la culata de mi fusil, ensartando a la bayoneta a troche y moche sumido en un mundo paralelo, un tanto onírico, en el que solo cabía matar para sobrevivir».
Adrián Eguíluz, el segundogénito, infatigable soldado carlista, el hermano más intenso, da una insuperable dimensión a su personaje (aunque el primogénito Martín y la hermana Gracia estén asimismo llenos de vida y resulten muy atractivos). Adrián, durante su errático viaje a lo largo de la historia, consigue que de su interior fluya la insaciable necesidad de encontrarse en ese enloquecedor movimiento que da la huida sin pausa.
La pérdida de la legitimidad antigua frente a la nueva, –victoriosa–, conduce a la unidad constitucional de la Monarquía española y a la abolición de la ley foral. Como realista –y desencantadamente– reconoce Martín Eguíluz hijo:
«Con el triunfo de los alfonsinos retornó la privación de los comunales, el predominio del dinero y del interés individual sobre el colectivo, la desprotección sobrevenida por la desaparición de nuestros fueros y la imposición de un sistema político y económico puramente competitivo».
«Somos comunión» es novela de ideas enfrentadas. El hecho de que la voz narradora se decante por el mundo antiguo no resta un ápice de interés y verosimilitud; al contrario. Hay intensas aventuras, extraordinarias escenas de guerra; personajes, en ambos bandos, que pelean con razón por sus idearios.
Partidarios de la vida urbana y acérrimos defensores del arcádico caserío son ofrecidos al disfrute lector en esta espléndida obra de Iñigo Bolinaga, a quien hay que felicitar por su esforzado trabajo para, por encima de todo, desvelar muchos de los entresijos de la ideología carlista (tanto en momentos de esplendor como de derrumbe). Un estado de las cosas aquel que, a tenor del rostro inhumano y materialista mostrado por esta igualitaria sociedad que muchos nos hemos empeñado en levantar, no pocos vascos –sin tener muy claros los motivos– añoran. «Somos comunión» ayuda a entenderlos.
«Nunca fuimos un partido político, sino una comunión de almas entrelazadas por el misterio místico del mismo Dios. Por eso venceremos. Pasaremos por muchas pruebas y lo haremos por generaciones, pero si somos capaces de no alejarnos del camino trazado y con la ayuda de Dios, al final venceremos».
El pretendiente carlista al trono español:
Carlos María de Borbón, Carlos VII
ENTREVISTA CON IÑIGO BOLINAGA:
En «Somos comunión» eliges la primera persona para los cuatro hermanos (Martín, Adrián, Gracia y Leonardo Eguíluz) alternándola con la tercera para la voz narradora. Con cinco puntos de vista completas un eficaz mosaico de la época, tanto cuando la historia se desarrolla en el caserío familiar como –en menor medida, pero no menos intensamente– al desplazarse a la casa bilbaína donde Gracia sirve de doméstica. Igualmente útil te resulta el perspectivismo para contar las vicisitudes de la Última Guerra Carlista y las que, en paralelo y durante el conflicto, genera la constitución del Estado Carlista.
¿Cómo llegas a esta decisión técnica, tan fragmentada, para tu novela?
Si uno no anda con cuidado, la decisión de adoptar un narrador coral, alternando el clásico omnisciente con quienes vivieron los hechos en primera persona, puede ser peligrosa. Sin embargo, bien planteada, enriquece mucho a una novela, ya que muestra una misma situación desde perspectivas muy diversas, lo que aporta una profundidad psicológica que en sí misma incrementa el valor de la narración. Al hacerlo, asumí el riesgo, y este es el resultado.
La voz narradora toma partido por la vida campesina y luego, ya en guerra, por el bando tradicionalista. «Somos comunión» está contada por un carlista. Literariamente esto da excelentes resultados. Sin embargo, habrá quien eche de menos cómo, si no el narrador, por lo menos algún personaje tuyo hubiera manifestado su aprobación al modo urbano de vida o que luchase con el ejército liberal contando su experiencia… Históricamente tu novela no es un dechado de imparcialidad hacia los mundos que contrapones.
¿Tuviste en cuenta esta «pega» (no literaria, insisto) y que la decisión de narrar partidistamente puede desconcertar a lectores de hoy en día?
La obra no busca en ningún momento ofrecer una visión mesurada y desapasionada de la guerra carlista, porque eso le haría perder la intensidad psicológica que quería imprimir a la novela. Sin embargo, los hechos históricos que aparecen reflejados en la novela son objetivamente neutros, ciertos y contrastables, pero las razones y circunstancias están repletas de pasión. Un protagonista que vive una situación concreta no puede ser neutral, de manera que mis personajes, forzosamente han de tener una carga subjetiva en sus declaraciones. A mí a quienes me interesa dar voz es a esos caseros vascos decimonónicos, poco o nada alfabetizados, dotados de tanta sabiduría popular como ignorancia académica, que no pueden sino reaccionar con las tripas ante una situación que les desborda y ante la cual muchos de ellos no ven otra salida que alistarse en las filas de don Carlos. En este sentido, la novela sigue el argumentario de los carlistas vascos, quienes señalaban al liberalismo.como el principal responsable de la transformación de un mundo que comprendían, el tradicional, por uno en el que no encajaban. Este cambio había llevado a muchos campesinos a la ruina, y a una mercantilizacion de la vida que para ellos era sinónimo de desastre. Es lógico, pues, que los liberales aparezcan retratados como el alter ego social negativo de esta historia, lo cual me parece refescante en cuanto que habitualmente suele presentárselos al revés. Aquí se da voz a quienes en demasidas ocasiones se les ha tachado en los libros de historia como los defensores a ultranza de los derechos feudales, de la soberanía del rey sobre la nacional, de la religión católica en su versión más rancia y de la antimodernidad por definición, lo cual les ha convertido en el imaginario popular en malos o incluso tontos en cuanto que sin saberlo estaban defendiendo posiciones retrógradas y contrarias a sus propios intereses. Esta idea es profundamente injusta. Por eso, en la novela se explican sus razones, son ellos quienes hablan, y ellos no eran tontos, ni malos, ni trabajaban en contra de sus intereses. Simplemente reaccionaban contra un sistema liberal que verdaderamente les estaba perjudicando. Por eso he creído necesario darles voz, dejarles un espacio para que al margen de si tuvieran o no razón, puedan explicarse, y no así a los liberales, cuyas razones ya han sido ampliamente difundidas.
Soy un vasco de ciudad integrado en las comodidades de vivir en este Bilbao. Antes de ponerme ante tu novela, desde un punto de vista biográfico y vivencial, al mundo rural y sus campesinos no podía sentirlo más ajeno (no he visto un caserío ni de lejos). Que el casero vasco diese un juego novelesco similar al que los mujiks prestan a Fedor Dostoievski o al que los negros del Sur ofrecen a William Faulkner no pasaba en mí de la especulación.
La lectura de «Somos comunión», aparte de meterme de lleno en el caserío Arriaga y hacerme padecer, e indignarme, con su injusto régimen de explotación, me lleva, seguramente por eso mismo, a estar del lado carlista durante la guerra. Decir que una ficción logra que sus lectores comulguen de tan entrañable manera con sus protagonistas significa que el talento logró veracidad. Y eso cualquier escritor lo persigue.
¿Consideras que estas simpatías ante el carlismo hubieran logrado similar calado tras, por ejemplo, leer un ensayo que, ya con las neutrales metodologías de la labor histórica, analizase cómo era la vida, durante el último tercio del siglo XIX, en el País Vasco?
Habría que diferenciar entre el carlismo y los carlistas decimonónicos de caserío. Es en ellos en quienes se posa la simpatía, y no necesariamente en los ideólogos del carlismo, los grandes líderes y demás. Dentro de ese conjunto que denominamos carlismo hubo mucha gente y de todo tipo, cada cual con sus propias razones. Dicho esto, creo sinceramente en la máxima de que los vencedores son quienes escriben la Historia, la grande, la de letras mayúsculas. Vivimos en un mundo en el que han triunfado las ideas liberales, razón por la cual la historiografía, por muy neutral que pretenda ser, ha juzgado siempre estos hechos desde el prejuicio de asumir como progreso la revolución liberal y retraso o privilegio el mundo tradicional, donde se hallaban insertos los fueros vascos.
Los personajes son la gran apuesta de una novela. En la tuya dudo a la hora de quedarme con uno. Pese a mi identificación con Martín hijo (su delicada constitución física y su acceso a la cultura me es próximo), la empática comprensión hacia la hermana, Gracia, víctima del acoso de un señorito, o la admiración por el hermano más vivales, el benjamín Leonardo, acabo eligiendo el vitalismo irracional «a lo Mitia Karamazov» de Adrián Eguíluz (desbordante de energía e irreductibles ganas de lucha).
¿Con cuál de los cuatro hermanos se identifica más el autor, y de ellos cuál fue el que más problemas dio para su creación?
Todos los personajes tienen algo de mí, otro tanto de personas cercanas o que he conocido y una tercera parte de creación literaria. Esta es la razón por la que soy capaz de identificarme con todos ellos, aunque no especialmente con ninguno. Cada uno de ellos me sirve como excusa para mostrar diferentes mundos dentro de la misma circunstancia histórica: Martín vehicula las tripas del entramado administrativo carlista y del estado alternativo que se crea en torno a él; Adrián me sirve para relatar la forma de vida en el Ejército Regular Carlista y las batallas; Gracia para hablar de Bilbao y del mundo liberal, aunque siempre desde su perspectiva propia, así como para describir el sitio de la ciudad; y Adrián es un hombre que comulga con las ideas carlistas pero muestra un sentimiento tan humano como es el miedo a morir. Todos los personajes tienen una complejidad propia que les hace únicos, aunque si tengo que dar un nombre creo que el más complejo de todos es Martín hijo, cuyos daños y complejos internos piden mayor trabajo para hacer veraz su figura.
El director de cine Julio Medem, en su película «Vacas» (1992), tras retratar con acierto la misma guerra carlista de la que tú te ocupas, traslada las vicisitudes de sus Iriguibel y Mendiluce a la Guerra Civil Española (1936-39). En cine quizá no resulte tan enrevesado exponer el sindiós ideológico que en esa contienda se dio aquí, pero, a la hora de llevarlo al papel lo veo complejísimo. Resumo: gudaris vascos católicos apoyando (porque defiende el primer Estatuto Vasco de 1936) al ateo ejército republicano y en fiera lucha contra los requetés navarros, acérrimos carlistas integrados en el ejército nacional para preservar los valores del tradicionalismo y la santa religión…
¿Serías capaz de desenvolverte, literariamente hablando, durante ese conflicto (bastante más reciente que cualquier guerra carlista) introduciendo en él a una cuarta generación de los Eguíluz?
La Guerra del 36 es uno de los procesos bélicos más interesantes de todo el siglo XX, precisamente por tratarse de una guerra ideológica en la que se entremezclan opciones políticas diversas. Sería muy interesante hacer esa continuidad histórico-familiar que propones, ya que descubriría la evolución política del País Vasco desde el final del periodo foral clásico hasta 1936.
Dejemos aparte por un momento la siempre atractiva y conflictiva historia de nuestro país. Centrémonos en su literatura:
¿Cómo ves la literatura vasca actual, tanto como en euskera en castellano?
Creo que hay mucho talento, pero pocas facilidades. El mercado vasco es muy exiguo y no da para mucho.
¿Qué escritores vascos son tus favoritos y cuáles resaltarías del resto del Estado y el extranjero, tanto por posibles influencias sobre tu obra como por tus aficiones lectoras?
Leonardo Padura por su tensión narrativa, Carlos Aurensanz porque en su trilogía de Banu Qasi hizo fácil lo difícil, Max Gallo como maestro y guía de novelística histórica, y Ángeles de Irisarri porque logra hacer cercanos a los personajes sin hipotecar un ápice el sabor histórico de sus textos.
¿Podrías darme el nombre de tu historiador de cabecera?
Hay tantos… aunque sin duda quienes entrarían en todas mis listas son Paul Preston y Stanley G. Payne, dos hispanistas de primera fila a pesar de su diversa adscripción ideológica.
Por último y para cerrar la entrevista:
¿Puedes adelantar para SALAMANDRANEGRA.COM cualquier cosa de tu próximo proyecto? ¿Seguirás alternando libros de carácter histórico con otros más literarios o, por el contrario, pretendes decidirte por una de tales modalidades?
La idea es seguir alternando ensayo histórico divulgativo con novela histórica. Aunque en este momento me estoy centrando algo más en el ensayo, tengo prevista otra novela histórica.
Iñigo Bolinaga